La izquierda marrón
Eduardo
Gudynas
Alainet
Está quedando
en claro que para los gobiernos progresistas o de la nueva izquierda, las
cuestiones ambientales se han convertido en un flanco de serias
contradicciones. El decidido apoyo al extractivismo para alimentar el
crecimiento económico, está agravando los impactos ambientales, desencadena
serias protestas sociales, y perpetúa la subordinación de ser proveedores de
materias primas para la globalización. Se rompe el diálogo con el movimiento
verde, y se cae en una izquierda cada vez menos roja porque se vuelve marrón.
Una rápida mirada a los países bajo gobiernos progresistas muestra que en todos
ellos hay conflictos ambientales en curso. Es impactante que esto no sea una
excepción, sino que se ha convertido en una regla en toda América del Sur. Por
ejemplo, en estos momentos hay protestas frente al extractivismo minero o
petrolero, no solo desde Argentina a Venezuela, sino que incluso en Guyana,
Surinam y Paraguay.
En Argentina se registran conflictos ciudadanos frente a la minería en por lo
menos 12 provincias; en Ecuador, la protesta local ante la minería sigue
creciendo; y en Bolivia, poco tiempo atrás finalizó una marcha indígena en
defensa de un parque nacional y ya se anuncia una nueva movilización. En estos
mismos países, los gobiernos progresistas alientan el extractivismo, sea
amparando a las empresas que lo hacen (estatales, mixtas o privadas),
ofreciendo facilidades de inversión o reduciendo las exigencias ambientales.
Los impactos sociales, económicos y ambientales son minimizados. Los gobiernos
en unos casos enfrentan la protesta social, en otros la critican ácidamente, y
en un giro más reciente la criminalizan, y han llegado a reprimirlas.
La contradicción entre un desarrollo extractivista y el bienestar social acaba
de alcanzar un clímax en Perú. Allí, el gobierno de Ollanta Humala decidió
apoyar al gran proyecto minero de Conga, en Cajamarca, a pesar de la
generalizada resistencia local y la evidencia de sus impactos. Esto generó una
crisis en el seno del gabinete, la salida de muchos militantes de izquierda del
gobierno, y una fractura en su base política de apoyo. El gobierno se alejó de
la izquierda al decidir asegurar las inversiones y el extractivismo.
Posiblemente el caso más dramático está ocurriendo en Uruguay, donde en unos
pocos meses, el gobierno de José Mujica está decididamente volcado a cambiar la
estructura productiva del país, para volverlo en minero. Se propicia la
megaminería de hierro, a pesar de la protesta ciudadana, sus impactos
ambientales y sus dudosas ventajas económicas. Paralelamente, se acaba de
aprobar un controvertido puente en una zona ecológica destacada, cediendo a los
pedidos de inversiones inmobiliarios, y por si fuera poco, ahora amenaza con
desmembrar el Ministerio del Ambiente. El gobierno Mujica no está rompiendo
promesas de compromiso ambiental, ya que la coalición de izquierda es un caso
atípico donde en su programa de gobierno carece de una sección en esos temas,
sino que deja en claro que está dispuesto a sacrificar la Naturaleza para
asegurar las inversiones extranjeras.
Estos son sólo algunos ejemplos de las actuales contradicciones de los
gobiernos progresistas. Estas resultan de estrategias de desarrollo de intensa
apropiación de recursos naturales, donde se apuesta a los altos precios de las
materias primas en los mercados globales. Su macroeconomía está enfocada en el
crecimiento económico, atracción de inversiones y promoción de exportaciones.
Se busca que el Estado capte parte de esa riqueza, para mantenerse a sí mismo,
y financiar programas de lucha contra la pobreza.
Bajo ese estilo de desarrollo, la izquierda gobernante no sabe muy bien qué
hacer con los temas ambientales. En algunos discursos presidenciales se
intercalan referencias ecológicas, aparece en capítulos de ciertos planes de desarrollo,
y hasta hay invocaciones a la Pacha Mama. Pero si somos sinceros, deberá
reconocerse que en general las exigencias ambientales son percibidas como
trabas a ese crecimiento económico, y que por ellos se las considera un freno
para la reproducción del aparato estatal y la asistencia económica a los más
necesitados. El progresismo se siente más cómodo con medidas como las campañas
para abandonar el plástico o recambiar los focos de luz, pero se resiste a los
controles ambientales sobre inversores o exportadores.
Se llega a
una gestión ambiental estatal debilitada porque no puede hincarle el diente a
los temas más urticantes. Es que muchos compañeros de la vieja izquierda que
ahora están en el gobierno, en el fondo siguen soñando con las clásicas ideas
del desarrollismo material, y están convencidos que se deben exprimir al máximo
las riquezas ecológicas del continente. Los más veteranos, y en especial los
caudillos, sienten que el ambientalismo es un lujo que sólo se pueden dar los
más ricos, y por eso no es aplicable en América Latina hasta tanto no se supere
la pobreza. Tal vez algunos de esos líderes, como Lula o Mujica, llegaron muy
tarde a ocupar el gobierno, ya que esa perspectiva es insostenible en pleno
siglo XXI.
¿Estas contradicciones significan que estos gobiernos se volvieron
neoliberales? Por cierto que no, y es equivocado caer en reduccionismos que
llevan a calificarlos de esa manera. Siguen siendo gobiernos de izquierda, ya
que buscan recuperar el papel del Estado, expresan un compromiso popular que
esperan atender con políticas públicas y generar cierto tipo de justicia
social. Pero el problema es que han aceptado un tipo de capitalismo de fuertes
impactos ecológicos y sociales, donde sólo son posibles algunos avances
parciales. Más allá de las intenciones, la insistencia en reducir la justicia
social a pagar bonos asistencialistas mensuales los ha sumido todavía más en la
dependencia de exportar materias primas. Es el sueño de un capitalismo
benévolo.
Parecería que el progresismo gobernante sólo puede ser extractivista, y que
éste es el medio privilegiado para sostener al propio Estado y enfrentar la
crisis financiera internacional. Se está perdiendo la capacidad para nuevas
transformaciones, y la obsesión en retener los gobiernos los hace temerosos y
esquivos ante la crítica. Esta es una izquierda al fin, pero de nuevo tipo,
menos roja y mucho más progresista, en el sentido de estar obsesionada con el
progreso económico.
Este tipo de contradicciones explican el distanciamiento creciente con
ambientalistas y otros movimientos sociales, pero también alimentan la
generalización de una desilusión con la incapacidad del progresismo gobernante
en poder ir más allá de ese capitalismo benévolo. Muchos recuerdan que en un
pasado no muy distante, cuando varios de estos actores estaban en la oposición,
reclamaban por la protección de la Naturaleza, monitoreaba el desempeño de los
controles ambientales, y apostaban a superar la dependencia en exportar
materias primas. Esas viejas alianzas rojo–verde, entre la izquierda y el
ambientalismo, se han perdido en prácticamente todos los países.
Llegados a este punto, es oportuno recodar que, desde la mirada ambiental, se
distingue entre los temas “verdes”, enfocados en áreas naturales o la
protección de la biodiversidad, y la llamada agenda “marrón”, que debe lidiar
con los residuos sólidos, los efluentes industriales o las emisiones de gases.
La mirada verde apunta a la Naturaleza, mientras que la marrón debe enfrentar
los impactos del desarrollismo convencional.
Bajo este contexto, el progresismo gobernante en América del Sur se está
alejando de la izquierda roja y al obsesionarse cada vez más con el progreso,
se vuelve una “izquierda marrón”. La “izquierda marrón” es la que defiende el
extractivismo o celebra los monocultivos. Frente a esa deriva, la tarea
inmediata no está en la renuncia, sino en proseguir las transformaciones para
que la izquierda sea tanto roja como verde.
Eduardo Gudynas es investigador en CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social).
No hay comentarios:
Publicar un comentario